miércoles, 13 de enero de 2016

UN ENCUENTRO INESPERADO por María Tordera (España)

Aparece publicado en el libro Nueve relatos y un cadáver exquisito (Generación Bibliocafé)


uis, joder, ¿cuándo aprenderás a no ser tan torpe? ¡Si llega a estar llena, me ensucias el traje!
—Lo siento.
Eduardo se agachó sin disimular su enfado: su taza de café estaba en el suelo, junto al plato y la cucharilla, pero sólo los vio por un instante. Su mirada se posó inmediatamente en unos zapatos de tacón que pasaban, con agilidad elegante y sofisticada, por su lado. Su vista no pudo hacer otra cosa que subir lentamente por aquellas piernas delgadas y redondas que terminaban en una minifalda, justo cuatro dedos por encima de la rodilla. Siguió la silueta femenina mientras se alejaba entre las mesas redondas y amplias. En aquel momento, ella dio un traspiés, y Eduardo se levantó como un felino, rápido y silencioso, llegando hasta la mujer incluso antes de que los de la mesa de al lado se dieran cuenta de que había caído.
—¿Me permite que la ayude?
Ella le sonrió y le dio la mano. El la ayudó a levantarse.
—Muchas gracias, debo haber resbalado —dijo mientras se alisaba la falda y quitaba las posibles manchas de polvo.
—Es fácil, incluso a estas horas, el suelo suele estar ya manchado. En las cafeterías, ya se sabe...
—Claro.
Ella seguía sonriendo, como si quisiera despedirse pero sin saber cómo. El sospechó algo e intentó retenerla.
—La invito a un café en la barra, para que se le pase el disgusto.
—¡Oh! Gracias, pero sus amigos le echarán de menos.
—No, en absoluto, están hablando de negocios y para eso, no me necesitan.
—No creo que sea así. Tiene usted aspecto de saber mucho de esas cosas.
—Vamos, no exagere —dijo mientras la invitaba a cogerse de su brazo y subía los escalones que les separaban de la barra —. Por cierto, yo diría que la conozco.
Eduardo pensó que aquella última frase había sido un truco demasiado vulgar y conocido para impresionarla. Pero fue ella la que lo sorprendió a él.
—Eso mismo estaba yo pensando. Yo diría que fue en la facultad. ¿No estudió con el profesor Robledo por casualidad? Hacia el año 1998… 1999, diría yo.
Eduardo se quedó de piedra.
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Yo estaba en aquella clase. Por cierto, eran unas lecciones magníficas.
—¿Miriam? Miriam, la... —se calló de pronto, pensando haber metido la pata.
—Sí, puede usted decirlo. Miriam, la empollona, la feúcha, aunque de buen corazón, que dejaba siempre sus apuntes.
—Bueno, eso no es del todo cierto.
Ella sonrió alegremente.
—La verdad es que he cambiado mucho desde entonces. Usted no tanto, sigue pareciéndose mucho al joven que conocí. En realidad, debería haberte reconocido yo, Eduardo ¿Te importa que nos tuteemos?
—Por supuesto que no.
Eran las ocho de la mañana y la barra estaba atestada de gente que reclamaba su desayuno, pero los atendió enseguida un viejo camarero. Parecía conocer bien a Eduardo, como a un cliente habitual. Estuvieron hablando durante unos minutos, mientras tomaban el café. Al tiempo que conversaban, Eduardo miraba a hurtadillas las piernas de Miriam, sus medias negras y finas; su traje chaqueta marrón, discreto y elegante a un tiempo; su melena castaña, brillante y cuidada; sus ojos negros, vivos e inteligentes. ¿Dónde estaban aquellas viejas gafas? No salía de su asombro. Habían pasado casi quince años y Miriam estaba tan cambiada, para mejor sin duda, que casi no podía creerlo. Antes de despedirse de ella, le preguntó si podían verse de nuevo.
—Siempre tomo aquí mi café de la mañana  —contestó ella.
Eduardo volvió a su mesa pensativo y se sentó no sin antes dirigir una breve mirada hacia la barra, dónde Miriam ya charlaba con otra gente. Sus compañeros de mesa hablaban entre ellos de asuntos de la empresa.

—Trabaja para ti.
Fue Rafa, sentado a su lado, el que se lo dijo en voz baja, para que los demás no lo oyeran, con una mezcla de ironía y complicidad.
Eduardo se volvió hacia él, y lo miró confundido. Rafa jugaba con la cucharilla de café y sonreía.
—¿Hace tiempo que no bajas al laboratorio de biología molecular, verdad? —Le dijo con cierta sorna.

—Voy menos de lo que debería —contestó Eduardo con la mirada fija en él.
—La entrevisté hace unas semanas. Tu mismo firmaste el contrato. —Rafa lo miró directamente a los ojos, socarrón.
—Entonces tendré que ir a saludarla personalmente al laboratorio, como hago siempre que hay nuevos investigadores ¿no crees?  —Y Eduardo le devolvió a Rafa la mirada y la sonrisa llena de picaresca.
Ambos eran solteros, jóvenes, inteligentes y ricos. Coincidían también en los gustos exquisitos sobre ropa —siempre de marca— y sobre mujeres. Después de estudiar en diferentes facultades, y, tras un expediente brillante, los dos habían realizado sendas estancias de varios años en Estados Unidos, especializándose en biología molecular y genética. Allí se hicieron amigos... y se entendían bien desde entonces.

Eugenio se sentaba enfrente de Eduardo. La mano, en la que sostenía el cigarrillo, le temblaba y, con un movimiento brusco, lo apagó en el cenicero, aplastándolo con fuerza.
—Hablemos de una vez. La oferta es buena, creo que deberíamos vender. —Mientras lo decía, miraba a Julio en busca de apoyo. Este, más sereno, permaneció en silencio, pero hizo un gesto de asentimiento sin mirar a Eduardo.
—Podéis vender, si queréis, ¿quién os lo impide? —Eduardo recorrió la mesa con la mirada firme—. Pero yo no lo haré.
—Yo tampoco —apostilló Luis a las palabras de Eduardo.
Eduardo miró con agradecimiento a su hermano mayor. Cada vez se parecía más a su padre. Lo recordó, sentado en una silla grande y antigua, al sol, en el corral de la centenaria masía. El viejo agricultor enriquecido, casi analfabeto pero sabio en cuentas y astuto en negocios, lo observaba a él y a sus nuevas ideas traídas de América:
"—De acuerdo, te dejaré el dinero que necesitas para fundar la empresa que dices... Estudios...
—Estudios genéticos: ESGEN; padre.
—Cómo se llame. ESGEN suena bien, pero eso es lo de menos. Lo importante es que confío en ti. Sólo una condición: Luis será, después de ti, el máximo accionista, y juntos tendréis el control. A cambio —dijo dirigiéndose al mayor— tú apoyarás siempre a tu hermano.
—Sí, padre. —Fue la respuesta de Luis.
Luego, en un aparte con Eduardo, su padre, dándole una palmadita cariñosa en la cara, le hizo prometer que cuidaría siempre de su hermano mayor.
—Él no es tan inteligente como tú y no sabe protegerse de los lobos que andan por ahí con disfraz de cordero, pero si te preocupas por él, te será siempre fiel".
El tiempo le había dado la razón a su padre.

Eugenio dio un puñetazo en la mesa que devolvió a Eduardo al presente.
Western pharm ofrece mucho dinero. Opino que es el momento de vender. El EG..., el EG ese ha ido muy bien en el laboratorio pero los estudios clínicos en personas son muy caros ¿Cómo los financiaremos? Cojamos el dinero que nos dan y vivamos felices y ricos el resto de nuestra vida.
Eduardo reprimió una sonrisa. Eugenio ni siquiera sabía decir el nombre de su producto estrella: EG703. Pero siguió firme.
—Western pharm puede hacer una alianza con nosotros para eso, si tanto le interesa... Y si quieres vender, Eugenio, vende. Ya te lo he dicho. Vended los que queráis —dijo, dirigiéndose también a Rafa y a Julio—. Pero mientras Luis me apoye, yo no venderé.
—Y mientras Eduardo quiera seguir adelante, yo lo apoyaré —Ratificó Luis.
—Pero entre los dos tenéis el cincuenta y cinco por cien de las acciones —dijo Julio— y Western quiere el control total.
Eduardo hizo una pausa y miró a Julio reflexivamente.
—Una multinacional siempre quiere el control total, Julio. Pero conmigo, ya saben que eso no vale. He luchado mucho por esta empresa para ahora venderla. No sólo quería hacer dinero. Es mi negocio. Es mi vida. Si Western quiere participar, yo no me opongo, ya saben las condiciones. Si no, otro habrá que ayude, o pediremos un crédito al banco, o emitiremos bonos. Ya se verá. Pero yo no vendo.
Rafa, que había permanecido en silencio todo el rato, miró por la ventana. Había un sol radiante y en frente de ellos, con los cristales relucientes reflejando la luz, el pequeño pero flamante edificio coronado con letras amarillas que decían: ESGEN. Rafa sabía mejor que nadie, excepto Eduardo, lo que había allí dentro: el amplísimo panorama de posibilidades terapéuticas y diagnósticas de los genes que estaban descubriendo, y de las técnicas que estaban estudiando para llevarlos a través del organismo al lugar dónde eran necesarios, un camino que se abría ante ellos, como el mar Atlántico ante los hombres de Colón... Por eso comprendía muy bien la actitud de su amigo. Aunque, debía reconocer que le tentaba mucho la oferta de Western. Vivir feliz y rico el resto de su vida, sin preocuparse de nada.
—Creo que es hora de volver. —dijo Luis en tono conciliador.
Eduardo se levantó el primero de todos, no sin antes dirigir una mirada hacia la barra dónde estaba Miriam. Se prometió a sí mismo visitar aquella tarde el laboratorio.

Tres meses después, Eduardo estaba sentado en la silla de su despacho, meditando sobre los acontecimientos de la última semana. Miriam acababa de mudarse a vivir con él. De hecho, era ella la que había acabado aceptando su propuesta después de tomarse unos días para pensarlo. Eduardo no recordaba haber estado nunca tan enamorado de ninguna mujer.
Se encontraba como flotando en una nube cuando escuchó que llamaban a la puerta. Era Rafa.
—Pasa, ¿Qué noticias me traes?
Rafa lo puso  al tanto de las negociaciones secretas que él, junto a Eugenio y Julio, mantenía con la Western. Estaban dispuestos a pagarles mucho más de lo que valían las acciones con tal de que convencieran a Eduardo o a Luis, de vender.
—Por supuesto, todos saben que el auténtico problema eres tú.
—Hum. —Fue toda la respuesta de Eduardo.
—Eugenio y Julio van a por todas: no te fíes.
—¿Y tú? —le preguntó él—. También a ti te lo han ofrecido.
Rafa sonrió enigmáticamente:
—Eres mi amigo, Eduardo. Fui a las negociaciones por que tú me lo pediste, ¿recuerdas? Por eso te advierto: si no quieres vender, guárdate las espaldas.  
—Eso ya me lo has dicho otras veces. Te aseguro que he tomado mis precauciones.
Rafa lo miró fijamente durante unos segundos antes de continuar.
—Hay algo que no te he dicho nunca y no sé si debería…
—Adelante, suéltalo.
—Ya sé que no me harás caso, pero no deberías confiar tanto en Miriam: la has metido en tu casa.
Rafa movió la cabeza como reprobándolo.
—Fue idea mía, Rafa. Te aseguro que me costó convencerla.
—Eso es lo que quiere que creas —respondió él. Luego se volvió para salir del despacho. En el último instante, mientras agarraba el pomo de la puerta, dijo—: no me creas, si no quieres, pero hazme, al menos, un favor: mira su ficha, porque en serio, creo que es algo que nunca has hecho.
Eduardo se quedó boquiabierto. Era cierto: nunca había revisado la ficha de Miriam. Todos los empleados la tenían: datos personales, domicilio, trabajos anteriores, publicaciones en revistas científicas, recomendaciones... ¡Simples datos! ¿Qué más daría? El conocía a Miriam, la amaba, y con respecto al trabajo, no necesitaba mirar la ficha de ninguno de sus investigadores para saber como trabajaba o cuánto sabía. Le bastaba observarlos en el laboratorio y hablar con ellos. Miriam rozaba la perfección.
Sin embargo, por una vez, hizo caso a Rafa. Después de todo, le había demostrado su amistad repetidas veces. Y ahora estaba frente a esa ficha, dónde figuraba que antes de trabajar para él,  Miriam trabajaba para la Western. Quería pensar que era sólo la casualidad pero, por primera vez desde que había comenzado el acoso de la gran multinacional, Eduardo tuvo miedo.  Además, la simple posibilidad de que Miriam sólo estuviera con él por interés, le producía un dolor sencillamente insoportable.

Cuando decidió marcharse a casa, ya había anochecido hacía un buen rato. Por el reflejo en el pasillo, vio que la luz del despacho de Luis estaba encendida. “Se la habrá dejado, el muy despistado”, pensó. Se dirigió hacia allí. Llamó ligeramente a la puerta y entró. Luis estaba allí, sentado detrás de su mesa, frente a un ordenador portátil de última generación. Sonrió a su hermano y Eduardo sintió que se le aliviaba el peso que llevaba en el corazón. Nunca antes había sentido tanto la necesidad de su apoyo.
—Estoy practicando con el ordenador. Ese curso de informática al que me apuntaste es muy bueno.
—¿Ah, sí?
—Sí, desde luego. Debiste apuntarte tú también. Por cierto, y antes de que se me olvide: mi mujer quiere que vengáis a cenar tú y Miriam. Está deseando conocerla.
—Bueno. Ya iremos. —Mientras lo decía, una ráfaga de tristeza pasó por el rostro de Eduardo, y se dejó caer en el sillón, enfrente de Luis, con aire derrotado.
Luis lo miró largamente y cerró poco a poco su portátil.
—¿Qué te pasa?  —dijo en tono pausado, invitándole a la confidencia.
Eduardo le contó su reciente entrevista con Rafa, pero omitió lo relativo a Miriam. Luis lo miraba todo el rato, procurando no perderse ni el más mínimo detalle.
Se levantó de la mesa y anduvo lentamente, dando grandes zancadas con sus largas piernas.
—No me gusta lo que me cuentas —habló, por fin, Luis—. Intentaré averiguar por aquí cuanto pueda, preguntando a unos y a otros. Rafa tiene razón, no estaría de más que tuvieras cuidado. Eugenio y Julio son ambiciosos, sí y no creo que quieran hacerte daño pero…. No está de más que tomes tus precauciones.
Eduardo no sabría muy bien definir exactamente el trabajo de Luis en la compañía. No llevaba asuntos económicos y financieros, como Eugenio y Julio; tampoco la parte técnica y de personal, como Rafa y él. En realidad, no hacía nada importante: iba y venía cuando quería, jugaba al golf, disfrutaba frecuentemente de su abundante tiempo libre con la familia.
—Por cierto, ¿cómo le fue el partido a tu hijo, el mayor?
Luis sacó su orgullo de padre:
—Jugó muy bien, y hasta marcó un gol.
En realidad, Luis estaba allí, pensó Eduardo, porque él quería que estuviera. Se sentía más cómodo sintiéndolo cerca en la empresa, como antes cuando eran niños, en el colegio.
Luis volvió a sentarse en su silla y lo miró a los ojos. Tal vez percibió que no se lo había contado todo.
—¿Hay algo más, Eduardo, que te preocupe? Te noto muy serio, hoy. ¿Has discutido con Miriam? Esta semana te he visto tan feliz que, bueno, hoy no pareces el mismo.
Eduardo dudó un instante.
—No, no me pasa nada. Creo que sólo estoy cansado. Me voy a casa.
—Eso está bien. Deja que Miriam te cuide. —Sonrió Luis. Yo me voy a quedar un rato más. Ya sabes: peleando con la informática.

Eduardo entró en casa abrumado por sus pensamientos. Miriam ya había llegado; podía percibirlo en los detalles más sencillos: el perfume que solía usar, una rosa fresca y roja dejada sobre la mesilla del recibidor, el ruido lejano y monótono del agua de la ducha, y su ordenador, que siempre olvidaba encendido y abierto encima de la mesa del comedor.
"El ordenador... ¡claro!", pensó Eduardo, mientras se sentaba ante él. Miriam tardaría un buen rato en salir del cuarto de baño. Podía mirar en su correo y en sus archivos, sin temor a ser descubierto.
Movió el ratón y la imagen del salvapantallas –un grupo de delfines que nadaban suavemente- desapareció, sin pedirle ninguna contraseña de acceso. Lo primero que hizo  fue abrir el correo. Miriam parecía muy confiada: el programa tampoco le pidió la clave. Había muchos mensajes, repartidos en diversas carpetas. Pronto pudo ver Eduardo que Miriam mantenía correspondencia con toda clase de gente, pero especialmente con investigadores, sobre todo de la Western. Había tres nombres que se repetían con frecuencia, todos de la misma compañía. Pero cuando leía por encima los mensajes, a la espera de encontrar un hallazgo revelador, no aparecía nada interesante: noticias de familia, pequeños cotilleos... nada importante. Había eso sí, algunos archivos adjuntos; pero los únicos que pudo abrir eran simples fotografías de amigos o de niños. Para ver los otros archivos, el ordenador le preguntaba con que programa debía abrirlos, y por más que lo intentó con varios, ninguno funcionó. Muchos de ellos eran correos salientes que enviaba Miriam a sus compañeros de la Western, y Eduardo pensó que tal vez eran archivos de secuencias genómicas extraídas del ordenador central de ESGEN y enviadas desde el portátil de Miriam para no levantar sospechas. Por desgracia, no tenía los suficientes conocimientos informáticos para saber... Se maldijo a sí mismo, y le vino a la memoria el curso de informática al que había enviado a Luis. Estaba  pensando en ello cuando sintió un ruido a sus espaldas y se volvió. Era Miriam y lo estaba mirando, con una expresión de sorpresa y duda en su rostro.
—Estaba... estaba enviando un correo urgente. Perdona que haya utilizado tu ordenador, el mío me lo he dejado en la empresa.
Miriam se acercó a él. Tomó una silla y se sentó a su lado. Habló en un tono suave, que, sin embargo, contenía cierto disgusto.
—Eduardo, por favor, no mientas. Se te da mal. ¿Qué querías ver en mi correo?
Eduardo la miró. Llevaba puesto un albornoz blanco, y el pelo oscuro, húmedo y alegremente desordenado, le caía sobre los hombros. Todo su rostro reflejaba sensualidad: sus ojos, sus labios... Eduardo sintió deseos de besarla.
—Eduardo, estoy esperando tu respuesta —Insitió Miriam. El tono de su voz era suave, sin impaciencia.
El bajó los ojos.
—De acuerdo, estaba mirando tu correo —Hizo una pequeña pausa. Le costaba continuar—. Me dijo Rafa que antes trabajabas para la Western. Y, bueno, supongo que   sabrás, porque ya no es ningún secreto para nadie en la empresa, que la Western anda a la caza de ESGEN.
—¿Y piensas que estoy trabajando y espiando para ellos?
—Bueno, fue Rafa quien me sugirió que no me fiara de ti.
—Vamos, Eduardo, no es noble por tu parte echarle la culpa a otro. Eres tú quién me conoce, no él.
—Te conozco desde hace poco tiempo... y sí, desconfío, desconfío de todos porque tengo razones para hacerlo. Por ejemplo —contraatacó—, ¿por qué recibes y envías tantos correos a la Western, con datos adjuntos? ¿Cómo sé que no es información confidencial la que estás enviando?
—Leyendo esos datos con el programa adecuado. Si estuviéramos en la empresa te lo enseñaría. Son datos genómicos, sí, pero muy conocidos por todos. En cuanto a la gente de la Western... sí, tengo amigos allí, ¿y qué? No comparto información confidencial con ellos. Hablamos de nuestros trabajos, de amigos comunes, de nuestras familias... cómo además, habrás podido comprobar.
Había cierto tono de reproche en su voz. Eduardo se sintió un poco avergonzado.
—Sin embargo, debería decirte algo... —continuó Miriam, pero se detuvo, considerando si seguir  o no. Cuando sonó de nuevo, su voz parecía cascada—. Eduardo, te juro que no soy yo;  pero alguien, alguien de ESGEN está pasando datos importantes de nuestras investigaciones a la Western. Mis amigos conocen cosas sobre nuestro trabajo que no deberían saber.
La mirada de Eduardo fue fulminante.
—¿Quién, entonces?
—No lo sé. Sólo puedo decirte que no soy yo. Tal vez debería haberte advertido de mis sospechas antes, así ahora confiarías en mí.
Eduardo la miraba. Su corazón le decía que debía confiar en ella, pero ¿podía fiarse de su corazón? Su rostro parecía reflejar sinceridad y estaba más hermosa que nunca. Enredó los dedos de su mano entre el cabello mojado de ella y acercó su cabeza a la suya. Fijó la mirada en aquellos ojos oscuros que parecían acariciarle cada vez que lo miraban. Se dijo a sí mismo que su amor no podía ser mentira.
—Confío en ti —dijo. Y la besó lentamente al principio y luego con más fuerza. Ya no pensó en otra cosa que no fuera sumergirse en aquellos brazos, fundirse con aquella mujer a la que amaba tanto.
La noche fue terriblemente agitada. Llena de pesadillas. Eduardo soñó que alguien le perseguía y él corría desesperado. Cuando ya no podía más, un coche se detenía a su lado y era Miriam la que lo conducía, pero en lugar de sacarlo de allí, lo que hacía era apuntarle con una pistola.
Entonces se despertó. Estaba sudando. Aún era de noche, la luz de una farola cercana entraba por la ventana, que tenía la persiana alzada. Le pareció oír un ruido en la habitación y buscó a tientas a Miriam, quien debería estar a su lado. Pero en lugar de su cuerpo cálido no encontraba más que las sábanas vacías. Parpadeó, intentando acostumbrar sus ojos a la penumbra. Y entonces, lo vio todo. Miriam, al otro lado de la cama, estaba de pie. Sus manos empuñaban una pistola. Temblaban.
Pero la pistola no apuntaba hacia él, sino hacía el lugar dónde se suponía debía estar el armario. Eduardo miró hacia allí. Había un hombre  al que no podía distinguir bien, empuñando a su vez un arma hacia ella.
—¡Suéltala! —dijo una voz susurrante, que le resultaba conocida pero cuyo timbre no logró descifrar.
—No —respondió ella—. Suelta tú el arma, te estoy apuntando.
—Y yo a ti. O tal vez prefieras que lo apunte a él.
El hombre giró sus brazos y Eduardo pudo sentir cómo el cañón de su pistola se dirigía ahora hacia él. Entonces lo reconoció: era Rafa.
—No, a él, no. Tú ganas –dijo Miriam. Dejó caer la pistola y levantó las manos.
Rafa se acercó rápidamente, rodeó la cama y cogió la pistola. Luego se alejó un poco de ella, y la contempló en silencio. Miriam estaba totalmente indefensa, la luz de la farola que penetraba por la ventana y caía sobre ella acentuaba más esa impresión.
—¿Querías jugármela, eh? Creías que te saldrías con la tuya. Te contraté para que me ayudaras. Creí que eso había quedado bien claro, ¿no? Tenías que convencerle de que vendiera, y en lugar de eso... cuando te viste segura en tu trabajo, has pasado completamente de mí. ¿Tanto le quieres?
Miriam movió lentamente la cabeza, afirmativamente.
—Sí. Y nunca le convenceré para que haga lo que no quiere hacer. Te lo dije hace tiempo, Rafa. Te dije que no intentaría convencerle.
—Ya lo sé. Me traicionaste. En cuanto te viste apoyada por él.
—No. Eres tú el que ha traicionado a Eduardo. El que ha estado pasando información, ¿no? Debí adivinarlo. Nunca creí que tu ambición llegara tan lejos.
—Sabes demasiado. Voy a eliminarte, ¿sabes? Luego le haré creer que entré en su casa porque sospechaba de ti. Y que te vi apuntándole con su pistola. La compró porque yo se lo dije, ¿sabes? Yo le advertí de que corría peligro. Irónico ¿verdad?
Eduardo fingía dormir. Se dio cuenta de que debía hacer algo. Sin embargo, le iba a resultar difícil moverse sin llamar la atención de Rafa. En cuanto intentara quitarse las sábanas de encima, él lo oiría. En aquel momento, vio un perfil humano que se recortaba en el hueco de la puerta abierta de la habitación. Lo reconoció enseguida: era su hermano Luis. Rápidamente, comprendió lo que debía hacer. Se movió en la cama haciendo ruido y fingiendo que se despertaba. Eso atrajo inmediatamente la atención de Miriam y de Rafa. Éste último, de espaldas a la puerta, no se percató de lo que estaba ocurriendo. Antes de que se diera cuenta, el enorme corpachón de Luis le había caído encima, derribándolo contra el suelo y quitándole las armas.

La policía se llevó a Rafa después de interrogarlos a todos para saber qué había pasado.
—Entonces, explíquemelo ¿cómo es que no está forzada la puerta? —preguntaba el agente.
—Mi amigo, no sé si debería llamarlo así, tenía una llave. Le dejé el apartamento un fin de semana. El no me devolvió la llave y yo no se la pedí. Ya le he dicho que creía que era mi amigo. Confiaba en él.
—Y éste, ¿cómo la tenía? —Señalaba a Luis.
—Es mi hermano, agente.
—Ya. Pues menos mal que tenía la llave su hermano, también.
—Sí, señor.
Por fin se fueron, llevándose a Rafa con ellos. No le sirvió de nada acusar a Miriam. Tanto Eduardo como Luis aseguraron que había querido defender a Eduardo.
—¿Cómo lo supiste? –le preguntó Eduardo a Luis.
—Sospeché  en cuanto lo vi, esta noche, frente al ordenador, en el laboratorio, trabajando hasta tarde. No es frecuente que Rafa haga eso. Y había algo raro en su actitud, cuando le saludé, como si se hubiera visto sorprendido en algo incorrecto. Decidí seguirle cuando dijo que se iba a casa.
—Fue una suerte.
—Sí, lo sé. Bueno, tengo que irme. Adela ya me ha llamado dos veces.  —Miró en dirección a Miriam—. Cuidaros los dos. Mi mujer os espera a comer el domingo. No admito excusas. Cuando ella se enfada, es terrible.
Miriam lo miró, agradecida,  mientras lo veía desaparecer tras la puerta del ascensor.
—Tienes un gran hermano, Eduardo.
—Y una gran mujer —respondió él.
—Tú no sabes.

—Al contrario, lo sé todo –respondió, antes de comenzar a besarla.



Sobre la Autora:
Farmacéutica del Hospital La Fe de Valencia y miembro de Generación Bibliocafé desde su fundación. Ha participado en los siguientes libros colectivos de este grupo: Nueve relatos y un cadáver exquisito, Relatos a fuego lento, Una maleta llena de relatos, Sesión continua, Animales en su tinta, Último encuentro en Bibliocafé, Por amor al arte, 016: Relatos que se deben contar, 23 relatos sin fronteras, Cuentos encapsulados y Relatos en blanco y negro.
De su afición por la literatura han surgido algunos reconocimientos como ser finalista en el primer concurso de CIFICOM con el cuento «En la noria», publicado en 2015 en el libro «El abismo mecánico y otros relatos sobre inteligencia artificial» por Cápside Editorial; en el VI Concurso de Cuentos Falleros con «El falleret»,  publicado en «El Turista Fallero 2004»; en el concurso Cortos sin Filtro con «El backup», publicado en el ebook: «Relatos cortos: sin filtro» (2013), por Eautores.
En solitario ha publicado una novela infantil en  Amazon llamada «El cristal y la Perla» (Jam Ediciones, 2014).
También ha publicado en noviembre de 2015 el cuento «Volver a Vindraban» dentro de la antología de ciencia-ficción: «Antes de Akasa-Puspa» de Editorial Sportula, coordinada por Juan Miguel Aguilera.

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